Este jueves 27 de Junio celebramos el Día del Periodista en Venezuela, esto con motivo de que el 27 de junio de 1818 circuló en Venezuela el primer ejemplar de el Correo del Orinoco, órgano
de prensa de los independentistas en su lucha contra la Corona Española, esta semana no podía dejar de rendir un merecido homenaje a todos los periodistas del mundo, en especial a los de Venezuela, pero no a aquellos que están vendidos a una parcialidad política, sino a los que entre triunfos, fracasos y fuertes obstáculos saben mantenerse al pie de su profesión, informando lo que se tenga que informar, porque a fin de cuentas esa es nuestra tarea, como dijo alguna vez Francisco Umbral: "El periodismo mantiene a los ciudadanos avisados, a las putas advertidas
y al Gobierno inquieto."
Uno de los grandes periodistas que ha parido Latinoamerica sin duda es Gabriel García Márquez, no solo su huella imborrable en el trabajo sino también sus reflexiones acerca del periodismo, es sin duda lo más cercano que he escuchado en cuanto a la pasión que abarca cada espacio del cuerpo a quienes amamos esta profesión, por ello, hoy dejaré para ustedes el Discurso ante la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa que ofreció en alguna oportunidad "El Gabo", en este texto encontrarán la verdadera esencia del periodismo, invito sobre todo a leerlo a mis compañeros, a quienes esperamos recibir un título de periodismo muy pronto, a los que quieren dedicarse a esta profesión, pues en este largo caminar he notado que algunos de los futuros licenciados se encuentran mal ubicados en cuanto a la profesión, y quienes amamos la carrera solo deseamos que se dediquen a ella personas que en verdad quieran hacer el esfuerzo de sacrificarse por ella y no quienes la estudien en busca de fama o simplemente por estudiarla.
Sea propicia la oportunidad para pedir respeto, por la profesión, no estamos en contra de las nuevas producciones de programas, de la inclusión de los Productores Independientes, porque de hecho muchas personas comenzamos sin tener conocimientos teóricos en un medio de comunicación; la solicitud de respeto a la figura del Periodista consiste en acatar las atribuciones que la ley les da, que ninguna otra persona entreviste, lea noticias y tome cargos que le corresponden a un periodista, pues eso sería, por ejemplo, como que un enfermero recete al paciente en vez de que lo haga un médico, más que un regalo o un reconocimiento este día, más importante sin duda es el respeto, en toda su expresión a esta profesión, ese sería el mejor obsequio.
Discurso de Gabriel García Márquez , ante la 52ª Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa
A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son las
pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar periodismo
y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”. Estas
reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre de que
el periodismo escrito es un género literario.
Hace unos cincuenta años no estaban de moda las escuelas de
periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres de imprenta,
en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo el periódico
era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba opinión
dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su puesto. Pues
los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y éramos tan
fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo.
El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive dejaba poco
margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción
institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo
el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y
confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia
abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban
los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas
cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se
aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser
periodistas, pero en realidad no lo eran.
El periódico cabía entonces en tres grandes secciones:
noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y
de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero,
que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El tiempo
y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo circula
en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo el peor
estudiante de derecho- empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y
fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las
diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.
La misma práctica del oficio imponía la necesidad de
formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de
fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser
ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir
abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo... como nosotros mismos lo
llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces
presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.
La creación posterior de las escuelas de periodismo fue una
reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de
respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos
los medios inventados y por inventar.
Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el nombre
humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no se
llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El
resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de
las academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y
de sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y
las aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más
importantes: la creatividad y la práctica.
La mayoría de los graduados llegan con deficiencias
flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades
para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer
al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar
diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una
conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos
atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a
conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier
precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor
noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da
mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la
escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles
inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por
la vida.
No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el
vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan
servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los
principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una
tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les
ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan
media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles
por qué, y menos para darles una palabra de consuelo. “Ni siquiera nos
regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus
jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene
fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.
Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo que ha
minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella, pero que
es también el que requiere más tiempo, más investigación, más reflexión, y un
dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la reconstitución
minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa, tal como sucedió
en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera estado en el
lugar de los hechos.
Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un operador
de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del mundo entre
silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas con
pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un
dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada,
porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían
escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres
por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para
descifrarlas.
Un avance importante en este medio siglo es que ahora se
comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el editorial
con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser los mejores,
pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo desaforado
de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos inocentes o
deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas que le dan a
la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que merecen
entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos
funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo
saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable
se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él
mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información
como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista
piensa que su fuente es su vida misma -sobre todo si es oficial- y por eso la
sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una
peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la
decencia de la segunda fuente.
Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay otro
gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara, el
oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno
sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los
reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y
ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los
colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una
evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en
los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro
digital- pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su versión
literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las palabras
vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica con su
moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la inmediatez,
pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar en la
pregunta siguiente.
La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa de
la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la
convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece
compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del
periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores
de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de las
palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren por
el infarto de la sintaxis.
Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre
libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a
medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo
invaluable. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las
transgresiones éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo
de hoy, no son siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio
profesional.
Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación
Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del
oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque
menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los
alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar
sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las
vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del
oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la
conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe
acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.
El objetivo final debería ser el retorno al sistema primario
de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un
aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original
de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la
tertulia de las cinco de la tarde.
El solo hecho de lograr que
veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre
el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo
no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar
otra vez el viejo modo de aprenderlo.
Los medios harían bien en apoyar esta operación de rescate.
Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a propósito,
como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del vuelo para
que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se los
encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una pasión
insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación
descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre
que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido
puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el
orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya
nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un
oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia,
como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no
vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.
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